lunes, 24 de marzo de 2014

El niño solitario

Ahora que todos tienden a vivir en comunidad, ahora que los escolares no sólo juegan juntos en el recreo, sino que estudian y leen juntos, y juntos hacen los deberes en casa, él rechaza esa alegre y saludable compañía y se pasa horas y horas leyendo y fantaseando, encerrado en su habitación.

El niño solitario

La influencia familiar

Y, sin embargo, debería preguntarse qué parte de responsabilidad tiene ella en la extraña conducta del hijo. Porque una cosa es indudable: el niño no nace solitario, se hace. Y uno de los factores determinantes es la herencia. No es que haya un cromosoma especial de la soledad, trasmisible de padres a hijos. Pero existen parejas encerradas en sí mismas, tímida ella y timorato él, cansados del trabajo, deseosos, a la noche, de reposar y no ver a nadie, porque consideran que todos los amigos son frívolos, fastidiosos e interesados y, sobre todo, el esposo tiene a todos los parientes por insoportables. Moraleja: prefiere estar en paz. Si telefonea alguien, antes de que se levante el tubo ya se defiende: “¡No estoy para nadie!” Todas estas cosas no pasan inadvertidas a los niños, ni siquiera a los más pequeños. Y el rechazo al prójimo se transmite, así, de padre a hijo, insensiblemente.

La infancia de la madre

La que más sufre viendo a su hijo siempre encerrado en su cuarto es la tímida crónica, la que quisiera tener muchas amigas pero nunca pudo realizar su deseo. Víctima de una educación severísima, ha crecido encerrada en la familia torturada por el deseo nunca satisfecho de salir con gente de su misma edad. Había jurado educar a sus hijos de otra manera y ahora quisiera hacerlo, pero advierte azorada que el niño no está a gusto con chicos de su edad, porque es demasiado sensible, retraído, incapaz de expresarse. Pareciera que viviendo con ella, hubiese aspirado el bacilo de la soledad. ¿Qué hacer ahora?

Las mujeres que fueron niñas solitarias y son madres tímidas pueden comprender mejor la tristeza de crecer sin intercambios con gente de la misma edad. Y por eso es que deben hallar la fuerza que no tuvieron para con ellas mismas y ayudar a sus hijos a franquear esa especie de abismo que los separa de los otros. Deben hacerlo porque hoy en día la pedagogía, como también la psicología y la sociología, asigna una enorme importancia a las relaciones interpersonales. Fijémonos en la escuela: el niño aprende del maestro sólo en parte, el resto de su evolución se verifica gracias a sus compañeros, cuyos progresos o retrasos observa constantemente. En virtud de esta relación e influencia puede sentirse arrastrado por ellos o experimentar el deseo de rechazarlos.

¿Es suficiente con una familia feliz?

En el continuo intercambio con los demás se clarifican las ideas, los temores, las dudas, las incertidumbres, las esperanzas. Vale decir: todo lo que pide ser expresado. ¿Y con quién hacerlo sino con personas de la misma edad, que atraviesan por las mismas dificultades y son, por lo tanto, las más apropiadas para entender? Se ha hablado mucho de la cerrazón entre generaciones. Por más que los contrastes atraigan, la comprensión sólo puede venir de alguien semejante a nosotros. Pero una persona adulta ya está en otra parte cuando nosotros somos jóvenes. Es cierto que las madres “renacen con los hijos”. Pero eso es verdad hasta cierto punto y no siempre se lo logra. Sólo hay una solución: tomar a los hijos de la mano y llevarlos afuera, a vivir con los otros. Una familia feliz se abre a la sociabilidad. Sin embargo alienta en ella un absurdo contrasentido: en una familia feliz los hijos pueden estar bien, durante un tiempo, sin extraños, pero precisamente porque el medio es feliz no aparece esa necesidad. En la familia desdichada, en cambio, la única salida puede estar representada por la socialización, o sea el entablar nuevas amistades, nuevas simpatías que compensen la agresividad del padre o el tedio de la madre. Pero de la familia infeliz es muy difícil salir, porque ella misma lo prohíbe: “Vuelve temprano; tus amigos los elegiremos nosotros; eres muy chico para decidir solo; no puedes invitar a tus amigos sin avisar, sin pedir permiso, ya sabes que ensucian la casa y molestan a tu papá, además ésta no es tu casa”.

Llegamos así al hecho de la “propiedad” de la casa. En la familia feliz, pertenece a todos los miembros y cada uno tiene derecho a llevar a las personas que le resultan más simpáticas o interesantes. En la familia desdichada sucede lo contrario: se odia la propia edad, se ansia crecer para tener, finalmente, amigos y amigas. Nuestra infancia es la única edad adecuada no sólo para aprender a caminar y hablar, sino para desarrollar nuestra conducta social. Si uno quisiera aprender a hablar a los veinte años tropezaría con enormes dificultades. Y lo mismo puede decirse de quien ha vivido solo y ¡a los veinte años! Quiere empezar a acercarse a los otros. Este acercamiento consiste en gestos y expresiones que deben hacerse automáticos, que no deben inhibir ni ruborizar.

Para un niño habituado a decir “Ven a mi casa, mi mamá hace unas tortas riquísimas”, formular una invitación en la edad adulta no representará un problema. Pero el niño que jamás ha dicho esas frases, cada vez que tenga que llamar a sus amigos se sentirá afiebrado, actuará sin naturalidad, temeroso de equivocarse y de hacer todo al revés.

Para el niño solitario, el mundo se comprime entre los dos polos que son papá y mamá. Necesitará de su protección mucho más tiempo, se sentirá disminuido para encarar problemas prácticos de la vida, y por sobre todas las cosas el complejo de Edipo lo sofocará mucho más que a los otros niños. A los tres o cuatro años un chico debe encariñarse con otras personas; ante un mundo variado, que cambia a cada momento, ofrecerle dos únicos modelos, el materno y el paterno, sólo puede conducir a la frustración.

La importancia de los otros

Por eso no hay que alegrarse demasiado si el niño ocupa sus horas de soledad leyendo o estudiando. Que quede claro para todos que de los libros nos viene sólo una pequeña parte de todo lo que podemos aprender. El resto viene de los otros, de nuestros compañeros de viaje por esta tierra. Y cuanto antes aprendamos los rituales en que se basa este viaje, más grato lo haremos. Aprenderemos a expresarnos, a pedir disculpas, a ser amables, a hacer favores y pedir ayuda. A no sentirnos solos, a trabajar con los otros sin demasiado sentido competitivo y sin la ambición constante de poner por encima de todo nuestro yo. Tendremos alguien con quien desahogar nuestra agresividad y en quien volcar nuestros afectos. Recuerden los padres posesivos que no es muy simpático funcionar de perpetuo “puching-ball” sentimental para los hijos. Que aprendan a rechazar y amar a otros. Y si son solitarios, enseñémosles con amor y paciencia el camino hacia el prójimo. Exactamente como les enseñamos tanto otras cosas: a caminar y a comer. Si ellos no se acuerdan de invitar a sus amiguitos, hagámoslo nosotros. Organicemos juegos para que intervengan todos, en los que nadie se sienta excluido.

Con las madres que tengan hijos de la misma edad que los nuestros, pongámonos de acuerdo para llevarlos junto a la clase de gimnasia o al club. Si alentamos a los niños a hacerse mutuamente pequeños favores y regalos y a intercambiar libros y discos, desde su más temprana edad, cuando lleguen a la escuela primaria el problema estará resuelto.

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